sábado, 30 de junio de 2012

La noche más larga de Hernán Cortés


Si la máquina de la historia retrocediera hasta mediados del siglo XVI, se encontraría a un Hernán Cortés (Medellín, 1485 – Castilleja de la Cuesta, 1547) abatido, cansado de batallas y políticos corruptos en la corte de Carlos I que ninguneaban sus victorias. Solo en sus momentos más difíciles, recordando en sus últimas horas a tantos compañeros de fatiga muertos en el Nuevo Mundo, recordando a la Malinche, la indígena que tomó por intérprete y esposa, y a Martín, su hijo.

Olvidado por muchos y recordado por unos pocos, el extremeño marcó un antes y un después, una impronta personal, en la era de los conquistadores. Su historia está plagada de luces y sombras, propia de un aventurero lanzado en pos de la victoria, en aras de lo desconocido por fortuna y honor. No sólo se enfrentó al gobernador de Cuba, Diego de Velázquez; también fue capaz de evitar la huida de sus tropas, disconformes con sus objetivos, quemando sus naves y vencer y, posteriormente, sobornando a gran parte de las tropas enviadas para capturarle para que se le unieran a su causa.

Vencedor de la batalla de Otumba (7 de julio de 1520), en la que según cuenta Bernal Díaz del Castillo, cronista de la conquista, mucho tuvo que ver Santiago Matamoros, aunque gran parte de ese esfuerzo estuvo en sus aliados tlaxcaltecas, ultimó su objetivo en agosto de 1521 al volver a entrar triunfante en Tenochtitlán, capital del Imperio azteca, reconvertida en tierras de la Corona de Castilla.

Otumba fue la revancha personal de Cortés contra los mexicas. Una afrenta consecuencia de lo acaecido una semana antes, la noche del 30 de junio al 1 de julio, que pasó a los anales con el sobrenombre de la Noche Triste. Esa noche Cortés perdió mucho más que tropas y botín; perdió todo aquello que le precedía. Ni las lágrimas que supuestamente derramó ante el famoso árbol aliviaron una cicatriz que duró en él mucho tiempo.

La matanza del Templo Mayor inicia los acontecimientos
Grabado de la matanza del Templo Mayor
Cortés se ausentó de la ciudad para alcanzar a las tropas de Pánfilo de Narváez, enviadas desde Cuba con el fin de capturarle. Antes de su marcha, cedió todo el poder sobre Tenochtitlán a Pedro de Alvarado. En este tiempo, se produjo la matanza de Tóxcatl. Díaz del Castillo cuenta que se produjo una agresión a los mexicas, partiendo del rumor que había de que éstos iban a atacar a los españoles. La versión azteca sugiere lo contrario.
Alvarado mandó atacar a la población azteca desarmada durante la celebración de una fiesta religiosa. La de la celebración de un acto religioso que fue aprovechado por las tropas para atacar al pueblo desarmado.

Cuando Cortés regresó, enterado de lo sucedido, recriminó a Alvarado por dicha acción. Los habitantes de la ciudad decidieron romper toda relación con los españoles, lo que fue respondido con el secuestro de Moctezuma II en el palacio donde se defendían las tropas para evitar un levantamiento popular. Junto a él, se mantuvieron a varios cargos importantes, tanto políticos como eclesiásticos, hasta que la situación mejorase.

Cuitláhuac, hermano de Moctezuma, aprovechó las circunstancias para promover un golpe de Estado que le provisionara de todos los poderes para alzarse como nuevo cacique. Moctezuma, a efectos prácticos, seguía teniendo autoridad moral, pero estaba lejos de movilizar a su pueblo. Las diversas negociaciones que tuvieron Cortés y los emisarios de Cuitláhuac finalizaron en la liberación de varios de los cargos eclesiásticos secuestrados tras la masacre del Templo Mayor. Cortés erró en esta acción, al demostrarse que éstos daban a Cuitláhuac plenos poderes para movilizar a su pueblo, quien terminó por atacar desde el 24 de junio el palacio de los españoles, defendido a expensas de quedarse con poca munición y varios heridos.

Tras varios días rodeados de miles y miles de soldados del nuevo cacique, Moctezuma intentó apaciguar los ánimos del pueblo, al que habló desde uno de los balcones del palacio. Su discurso fue interrumpido por una nueva lluvia de piedras, una de las cuales le hirió mortalmente en la frente. Su vida se apagaría la víspera de la salida final, el 29 de junio de 1520.

Díaz del Castillo en su obra Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, crónica oficial de la expedición, cuenta que “Cortés lloró por él, y todos nuestros capitanes y soldados, y hombres que le conocíamos y tratábamos, le lloramos como si fuera nuestro padre”. Siguiendo su versión, al conocerse la noticia de su muerte, “no cesó la gran batería que siempre nos daban de vara, piedra y flecha”.

El plan de salida
Muerto Moctezuma, y con las escaramuzas en aumento, Cortés no se planteaba abandonar la ciudad. El diplomático mexicano Juan Miralles (1930), autor de su biografía, argumenta que sus planes se vieron torcidos por un horóscopo. Blas Botello fue quien vaticinó que si no salían esa noche “no quedaría hombre de ellos a vida”. Estos rumores fueron extendiéndose por la tropa, y de aquí a los capitanes, que acordaron “juntándose todos ellos y habiendo llamado a otros, tuvieron consejo sobre ello, y se determinaron de salir aquella noche”. Es, por tanto, una salida contraria a la voluntad de Cortés.

Las horas previas a la marcha fueron convulsas. El padre Olmedo bendijo a la expedición, sabedor de que muchos perecerían aquella triste noche. Los carpinteros construyeron con maderos y tablas los puentes portátiles que servirían para pasar las distintas calzadas que unían la ciudad con la otra orilla de la laguna que rodeaba Tenochtitlán. El factor importante con el que partieron las tropas, que ayudó y condenó a partes iguales, fue el de la artillería, muchas de las cuales terminaron por hundirse debido al peso, y con ellas varios soldados que fueron asignados a su cuidado.

La última predisposición expuesta por Díaz del Castillo fue la salida del oro y su reparto. Las cifras hablan de unos “setecientos mil pesos de oro” del tesoro de Moctezuma en la sala del reparto. Tras reservar el quinto para el Emperador, y cogiendo los capitanes sus correspondientes partes, más que algo ordenado, quedó constatado que aquello fue un acto carroñero, en el que la ambición pudo con muchos soldados, sentenciándoles más tarde. Algunos como el propio Díaz del Castillo se conformaron con poco, en su caso con cuatro chalchiuis, unas piedras preciosas para los aztecas.

En el plan ideado deprisa y corriendo por Cortés y los suyos abrirían la marcha los capitanes Gonzalo de Sandoval y Antonio de Quiñones, al frente de veinte a caballo y doscientos a pie. A continuación Magariño con los cuarenta hombres que transportaban el puente. Cortés iría en el centro junto a Diego Ordaz, Francisco Saucedo, Francisco de Lugo, Alonso de Ávila, Cristóbal de Olid y cien soldados a pie. Tras ellos, unos treinta soldados y más de trescientos auxiliares tlaxcaltecas, encargados de proteger a Marina y a una serie de nobles indígenas, entre ellos dos hijas de Moctezuma, otro hermano suyo y el heredero Chimalpopoca, así como doña Luisa, la esposa indígena de Pedro de Alvarado y María de Estrada. En la parte final de la marcha, más auxiliares indígenas y decenas de mujeres de servicio, protegidos por Pedro de Alvarado, Juan Jaramillo y Juan Velázquez de León, que cerraban la formación.

La noche triste, huida bajo la lluvia
La noche del 30 de junio llegó como una premonición. Tras una fuerte granizada, y bajo la tenue cortina de lluvia que helaba una noche cerrada, las tropas de Cortés avanzaron a través de las calles desiertas de la ciudad en dirección a Tacuba, una de las calzadas principales -que en la actualidad se sitúa sobre el centro neurálgico de México D.F.- de Tenochtitlán que conectaba con el otro lado de la laguna de Texcoco.

Huída de las tropas de Cortés por la calzada de Tacuba
No se conoce bien qué desencadenó el combate. Unos hablan de una mujer que salió a por agua a la calzada y dio la voz de alarma, otros, que sabedores de que huirían, esperaron agazapados la ocasión. Lo cierto es que al poco tiempo tambores y trompetas llamaron al combate mientras centenares de antorchas iluminaban como un gran fuego la laguna, de donde aparecieron canoas con multitud de guerreros dispuestos a evitar su salida.

El camino de Tacuba, hoy suelo firme, en 1520 formaba parte del terreno fanganoso de la laguna, cuya calzada estaba cortada en varios tramos. Los porteadores tuvieron que colocar, fijar y quitar los puentes a medida que saltaban los pasos. La lluvia provocó que varios caballos, según las crónicas, resbalaran y cayeran a la laguna con su jinete a lomos. La descarga de las armas de Cortés fue decisiva, aunque la masiva avalancha de flechas por parte de los aztecas hirió a varios de los soldados, muchos de los cuales se hundieron por no querer deshacerse de las piezas de oro que llevaban en los bolsillos.

Una vez se llegó a tierra firme, en la otra punta de la laguna, Cortés reunió a varios de los hombres que aún estaban capacitados para luchar y volvieron a la calzada en rescate de las tropas atrapadas. En su regreso, encontraron a la única española que acompañó a las tropas, María de Estrada, luchando armada de espada y rodela defendiendo la salida de las tropas por la calzada. Pedro de Alvarado fue encontrado guardando la retaguardia ferozmente, llegando a estar a punto de ser hecho prisionero por los aztecas de no ser por la actuación de Martín de Gamboa, quien le sacó con su caballo. Cuenta la leyenda que, tras perder a su yegua, salvó la vida saltando uno de los canales apoyándose en una lanza. Hoy, esta historia parece no ser válida, ya que Díaz del Castillo, testigo presencial, desmintió tal hazaña asegurando que la profundidad del agua y la anchura del canal descartaban tal suceso.

Fatigados, y sin fuerzas para continuar, las tropas tuvieron que hacer un último esfuerzo para ponerse a cubierto en Tacuba. No existió ningún árbol de la Noche Triste, a pesar de la leyenda que ronda al famoso ahuehuete.

Un amargo amanecer
Cortés sí que tuvo motivos para llorar, pero no bajo un árbol. Había perdido a muchos de sus compañeros: Juan Velázquez de León, Francisco de Lugo, Pedro González de Trujillo, Lares el Buen Jinete, Orteguilla el Paje y su padre o Blas Botello, a quien poco le sirvió su predicción, entre otros muchos. Centenares de sus soldados y auxiliares, así como los prisioneros de la familia de Moctezuma, murieron. Muchos de los caballos se habían perdido y el tesoro que llevaron ahora descansaba en las profundidades de la laguna, incluido el quinto del Emperador.

Aquellos soldados que fueron heridos y quedaron a merced de los aztecas fueron hechos prisioneros y sacrificados en los altares de los templos. Los aztecas saciaban su sed de sangre ofreciendo a sus tenebrosos dioses los corazones paganos de los españoles. Macabra visión la que aguantaron los supervivientes, quienes oían en la lejanía los tambores y cantos rituales.

La experiencia de aquella noche caló hondo en el ánimo del viejo conquistador. Había sobrevivido a una matanza jamás imaginada; rezaba y daba gracias a Dios por salvar a todos los hombres posibles y a su querida Marina; pero esta derrota no significaría su final en México. Cortés, diezmado y con las tropas aún en baja estima, marchó hasta Otumba, donde una semana después dio venganza a todos los caídos en la Noche Triste. La importantísima victoria de Otumba, en la que partía con una desventaja de uno frente a setenta hombres, levantó los ánimos de los hombres, quienes recibieron refuerzos auxiliares de sus aliados tlaxcaltecas para sus próximas campañas.

Un año después Tenochtitlán caía. Cuitláhuac, el cacique que derrocó a Moctezuma había fallecido en noviembre de 1520 debido a la viruela traída por las tropas de Narváez, y Cuahtémoc, su sucesor, se rindió ante la superioridad española. Más de cien mil soldados aztecas murieron entre mayo y agosto de 1521, durante el asedio final a la ciudad.

Cortés demostró ser un hombre de empuje, sin miedo a las adversidades y movido por sus propios principios. Moriría mucho más tarde lejos de América, lejos de los lugares donde dejó huella, olvidado por muchos, incluido su Emperador Carlos I. A pesar de ello, su mirada seguía siendo la misma que la del joven que llegó a Cuba en busca de fortuna y hacerse un nombre. La del infatigable guerrero y estratega que había entrado en Tenochtitlán y conquistado México.

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