lunes, 16 de julio de 2012

Navas de Tolosa, una victoria decisiva


Tras cinco siglos de presencia musulmana en la Península, el fenómeno de la Reconquista estaba en un momento determinante. El seguir avanzando hacia el sur conllevaría la reducción del poder almohade en la Península, recuperando el territorio perdido desde el 711, cuando Don Rodrigo se vio sentenciado en Guadalete. 500 años de coexistencia, entre la paz y la guerra, deberían cerrarse para uno de ambos bandos, vencido por el rival más fuerte, quien terminaría por escribir su nombre victorioso en la historia de España.

Fue en 1212 cuando en Navas de Tolosa se dio el primer gran movimiento promovido por la unión de los reinos cristianos de la Península. Baza jienense importante por su situación cercana a Sierra Morena, fue el paso previo para la caída de los almohades y la desintegración de la unión musulmana.

Historiadores y cronistas de la época concuerdan en catalogar a ‘La batalla’, llamada así en las crónicas del siglo XIII, como algo decisivo para el interés cristiano, del que sacó mayor tajada Alfonso VIII de Castilla, quien vio extendidos sus dominios tras la contienda. El antecedente directo para entender la importancia de la batalla de las Navas de Tolosa está en lo acaecido en Alarcos (Ciudad Real) en 1195. Posiblemente, la derrota más dolorosa para el rey castellano, en el que no sólo se perdieron miles de hombres, también la oportunidad para avanzar terreno y echar a los almohades de la Península. Dicho retroceso llegó a amenazar al valle del Tajo y a la mismísima ciudad de Toledo. El entonces califa almohade, Abu Yaqub Yusuf al-Mansur, capitaneó a sus tropas hasta meter el miedo a Castilla, Navarra y Aragón, quienes tuvieron que firmar la paz. Su sucesor, Muhammad Al Nasir, preparaba en 1212 una gran ofensiva que pretendía finiquitar el trabajo iniciado por su predecesor. Las noticias de un avance de las tropas almohades aunaron fuerzas para enfrentarse a ellas.

La unión previa
Alfonso VIII de Castilla, decidido a redimirse de la derrota de Alarcos, lideró la mayor contienda celebrada en el siglo XIII. Apoyado por el arzobispo de Toledo, Rodrigo Jiménez de Raday, así como por el papa Inocencio III, al que pidió la predicación de Cruzada, busco aliados entre los reinos cristianos. Así pues, se le unieron Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra, así como las órdenes militares de Calatrava, Malta, Santiago y del Temple.

Los efectivos se ampliaron gracias a los refuerzos enviados por Alfonso II de Portugal, yerno del rey; así como por los voluntarios europeos (franceses, alemanes e italianos) y los cedidos por Alfonso IX de León, quien quería como aval para participar la devolución de sus territorios por parte de Castilla. En números, se hablaría de unos 70.000 soldados, si bien las cifras históricas constataron algo más del doble.

Toledo marca el camino
Ganada por Alfonso VI, en Toledo mandó reunir Alfonso VIII a todas las huestes a comienzos de verano de 1212. Tras el avance hacia el sur y la conquista de Malagón (Ciudad Real), gran parte de los voluntarios europeos –llamados ultramontanos– decidieron desertar debido a las condiciones climáticas de la estepa manchega y a la oposición a varias de las órdenes de Alfonso VIII. A pesar de la deserción de la gran mayoría de estos auxiliares, el grueso del ejército seguía fiel al objetivo, y a última hora se les unieron 200 caballeros navarros apoyados por Sancho VII.

Se conquistó Calatrava a los pocos días de Malagón, y en la jornada del 12 al 13 de julio, se acercaron al actual municipio de Santa Elena (Jaén), cerca de donde las tropas almohades esperaban la orden para avanzar.

La espera antes del combate
El monumento de Navas de Tolosa,
en La Carolina
Santa Elena goza, hoy en día, de una situación estratégica única. Paso natural entre Ciudad Real y Andalucía, por sus terrenos pasa el río Despeñaperros, cuyo desfiladero anda cercano. Cuenta la leyenda que los ejércitos cristianos sorprendieron a los infieles gracias a la ayuda de un pastor de la zona, Martín Halaja, que era buen conocedor de varios pasos en Sierra Morena, llegando a indicar a los caballeros de Diego López II de Haro, señor de Vizcaya, el adecuado para situarse cerca del flanco occidental del campamentos almohade, en una meseta actual llamada Mesa del Rey. Hoy, desconocida por muchos dicha leyenda, un monumento en La Carolina recuerda la historia de aquel joven pastor.

Claro que esto forma parte de una leyenda, si bien no hay base histórica cierta que avale la existencia de dicho pastor, al que llegaron a confundir (como pasaría en varias ocasiones posteriormente) con algún santo que protegía dicha campaña, en este caso San Isidro.

Con un calor sofocante, propio del sur peninsular en verano, las tropas tuvieron algunas escaramuzas a su llegada con las tropas mandadas por Al Nasir. El cúmulo de condiciones climáticas, mezclado con las ansias por acabar con el objetivo y el miedo a posibles deserciones debido al estacionamiento, fueron algunos de los desencadenantes de la batalla del lunes 16 de julio de 1212.

No se sabe muy bien cómo transcurrieron las horas previas. Muy probablemente fueron horas de tensión, con fogatas frente a las tiendas, testigos mudos de miles de soldados y nobles velando armas y rezando frente al capellán que les santigua antes de entablar combate contra los infieles. Horas antes de sacrificar sus vidas en aquella Cruzada.

Tres contra uno
Miramamolín, como llamaban los cristianos al califa Al Nasir, tenía dispuesto para esa mañana más de 120.000 efectivos listos para combatir. Su ejército estaba conformado por auxiliares procedentes de diversas partes del Imperio almohade: infantería marroquí, voluntarios andalusíes, caballería africana y mercenarios turcos, libios y egipcios, además de la Guardia Negra, contingente procedente de las tierras de Senegal, cuya fiereza en el combate la hacía bastante peligrosa. En primera línea se dispuso a los andalusíes y mercenarios, grueso de su formación, apoyados en segunda línea por el resto de tropas almohades y los arqueros, flanqueados por caballería bereber.

Al otro lado, se encontraban tres reyes. Tres con un objetivo en común, la de vengar la derrota de Alarcos y cercar el poderío almohade. Cada uno: Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII de Navarra, presentaron batalla dejando atrás sus ambiciones personales y las de su reino para luchar contra el único enemigo que allí valía, el presente desde hacía casi cinco siglos en la Península.

Divididos en tres cuerpos, el centro de la posición cristiana fue ocupado por la caballería castellana, liderada por el señor de Vizcaya y abanderado de Castilla, Diego López II de Haro, así como por el alférez de Castilla, Álvaro Núñez de Lara. Defendiendo la espalda del mismo estaban las tropas a los mandos de Alfonso VIII y el arzobispo de Toledo. En el ala izquierda se posicionaron las tropas aragonesas mandadas por Pedro II y en la derecha las huestes navarras de Sancho VII. Velando la retaguardia del grueso, el resto de milicias castellanas, así como los caballeros de las órdenes militares.

A pesar de contar con menos de la mitad de soldados que los almohades, Diego López II de Haro inició el combate liderando el primer ataque, respondido por un simulacro de retirada de las vanguardias musulmanas. Nada más lejos de la realidad, los almohades lo planearon para atacar con el grueso de sus tropas a las fuerzas del centro, obligando a retroceder. Los miles de caballeros que mandó Diego López combatieron ferozmente, pero ello no impidió su retirada. Tras varias oleadas en las que los almohades iban ganando terreno, muchas de las tropas decidieron replegarse, a excepción de las de López de Haro y las mandadas por las órdenes militares, quienes llevaron gran parte del peso y sufrieron el mayor número de bajas.

Los almohades, en lugar de aprovechar el factor campo y su fuerte defensa en combate cerrado, decidieron, al conocer el retroceso cristiano, romper la formación, desequilibrando así la balanza. Esta peligrosa maniobra sentenció el centro de su ejército, por el que se adentraron los soldados ganando poco a poco terreno.

Sería la decisión de Alfonso VIII de lanzar una carga para quitar el peso a López de Haro lo que decidiría el final. Los tres ejércitos se lanzaron con todos los efectivos disponibles flanqueando y rodeando al ejército almohade al grito de "Santiago y cierra, España", frase y clamor militar que tuvo gran importancia durante la Reconquista. Destaca la astucia con la que cargó Sancho VII de Navarra, quien hábilmente se coló en el campamente personal del califa con doscientos de sus caballeros. Esa valentía y fiereza propia del navarro finalizó una jornada llena de humo y sangre. Las últimas tropas personales de Al Nasir murieron en combate casi sin actuar. Él, por su parte, en un último intento por salvar su vida, dejó a su suerte a las pocas tropas que aún le resistían en el combate.

La leyenda atribuye las cadenas del escudo
de Navarra a la batalla de Navas de Tolosa
La leyenda nuevamente decora la batalla de Navas de Tolosa al afirmar que las cadenas que los soldados del ejército personal del califa portaban fueron rotas por las espadas de la escuadra navarra, y que posteriormente fueron incorporadas al escudo del Reyno, así como la gema esmeralda del medio, que según afirman decoraba un laborioso Corán encontrado en la tienda.

Consecuencias
Al finalizar la jornada del lunes 16, las pocas tropas almohades que restaban huyeron, incluido Al Nasir. Las bajas en ambos bandos son díficles de constatar, si bien las crónicas hablan de pocas en el bando cristiano y del casi el 85% en el almohade. Dentro del botín de guerra que consiguieron, se conserva en el Monasterio de Las Huelgas (Burgos) el pendón de Las Navas, un tapiz que cubría el suelo de la tienda personal del califa.

Se recuperaron los castillos de Vilches, Ferral, Baños y Tolosa, además de liberar Baeza y Úbeda, donde se decidió regresar, una vez eliminada las últimas tropas de Al Nasir. Varios prisioneros fueron ejecutados cerca del campo de combate, y otros muchos fueron despeñados por el cañón del río, zona conocida actualmente como desfiladero de Despeñaperros, cuya versión del nombre viene de los pobladores musulmanes y prisioneros o “perros infieles” tirados desde esta zona.

El imperio almohade terminó por ser un mero espejismo de sus años de gloria. Al Nasir jamás terminó por asumir lo que perdió aquel día de julio, y terminó por abdicar en su hijo Yusuf II. Lejos de ser un mandato fuerte, las grietas que Navas de Tolosa había abierto nunca cicatrizaron, dejando a su suerte a sus sucesores, que verían cómo caían sucesivamente Córdoba (1236), Valencia (1238) y Sevilla (1248).

Sancho VII el Fuerte sería el más longevo en gobernar tras la batalla. Alfonso VIII murió en Gutierre-Muñoz (Ávila) en 1214 y Pedro II en 1213 en la batalla de Muret. Navas de Tolosa terminó por ser no ya la batalla más importante del siglo XIII, sino una de las más decisivas del Medievo español, cuyo final se considera algo tajante en el devenir de España y de Europa. Si las tropas cristianas no hubieran detenido el avance almohade en Jaén, aupadas por lo que supuso la victoria en Alarcos, éstas hubieran intentado una conquista del norte peninsular, dejando atrás el trabajo realizado en la Reconquista. Fruto del desastre almohade terminó por ser la creación de los terceros reinos de taifas y del reino nazarí de Granada, en 1238, último escollo de resistencia en España hasta 1492.

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