martes, 27 de noviembre de 2012

La tradición del pesebre

Todos los años por estas fechas, para contradecir la norma no escrita de los centros comerciales de adelantarlo a comienzos de noviembre, en mi casa toca desempolvar esas cajas viejas del trastero adornadas con un "peligro, cacharros navideños" que me dan a entender dos cosas: la primera, que el invierno se acerca, y, la segunda, que llegó el momento de hacer las delicias de los más pequeños de la casa, pues llega la Navidad, y con ellos los futuros regalos y la pronta puesta en escena del belén. Como en cada casa, es una particularidad. En el recibidor, sobre una vieja mesa de escritorio y cubierta por papel plata, se intenta recrear una pequeña Belén de hace dos mil años. Aunque intente mantener la tradición, no falta desde hace años el típico muñeco de Messi haciendo aguas mayores así como el pastor de Playmobil, cuyo rebaño se ha extraviado, siguiendo la estela que dejan tres Reyes Magos comprados hace ni se sabe en un todo a cien. Voy colocando las piezas según las descubro de sus envoltorios: un panadero, algunos soldados romanos, la Virgen María, dos angelitos, el niño Jesús... y cuando ando algo preocupado por la tardanza en aparecer del viejo carpintero José, me topo, en un mismo envoltorio, con una mula y un buey. Como el que no quiere la cosa, mi madre me los quita de las manos y los dispone detrás del niño recién nacido, a modo de protección. A todo esto, y desconociendo el tiempo que llevaba viendo la disposición de aquel belén, que aparece mi padre y le replica frunciendo el ceño que así están mal. Mi madre, inteligente y astuta casi siempre, pecó en esta ocasión de inocente y las colocó al revés de lo previsto, delante del niño Jesús. De nuevo, el gesto contradictorio de mi padre lo decía todo: "Encarnitxu, esto no es así". Se produce entonces un intercambio dialéctico familiar, del que no llega a bronca, sobre el asunto, recordando mi padre, para el asombro de mi madre, que había escuchado en el informativo que el Papa había dado a conocer que en aquel humilde pesebre de Belén, Jesús había nacido sin la compañía de dos animales.

Quizá Benedicto XVI lo ha proclamado como una exclusiva a los cuatro vientos, pero la cuestión atrae más la risa que la indignación por este engaño en el que caímos todos a una edad y que tiene más de dos milenios de antigüedad. No creo, pues, que sea el primer misterio resuelto por la Iglesia, pero tampoco que sea la última mentira contada por el negocio papal. Como si de una cortina de humo se tratara, no me planteo buscar razones para entonar el porqué de dicha noticia, más bien el para qué de la misma, con todo lo que está cayendo a su alrededor, en un momento de decadencia de la vocación, con numerosas demandas y conflictos morales. A pesar de ello, que no se avergüence del equipo de investigación que ha sacado a relucir la falsedad del buey y la mula aquel día en Belén, conformado por un mayordomo corrupto y una serie de abruptos superagentes 86. A miles de kilómetros de Roma, de vuelta al hogar, mi padre deja a un lado su discurso informativo, se rinde y deja a su mujer que siga ilusionada con colocar a un buey y a una mula detrás del niño Jesús, por mucho cable de Vaticanleaks que hayan sacado para el asunto, que para eso quien manda en casa es mi madre, y no el Papa de Roma.

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