miércoles, 25 de noviembre de 2009

Larra, vida y obra de un suicida

Adelantado a su tiempo, redactó con un ingenio e ironía fuera del alcance de muchos la situación que vivía la España del siglo XIX. Un disparo puso fin a una corta pero intensa vida cargada de frustraciones personales, recuerdos pesimistas y desengaños por la actitud social del momento.
Periodista crítico, sarcástico y romántico, tiene el honor de reposar como suicida en un camposanto.
La Universidad Rey Juan Carlos y su Departamento de Ciencias de la Comunicación han realizado un video con en el que se quiere homenajear al periodista en el bicentenario de su nacimiento.
Para la elaboración del video-homenaje han contado con la participación especial de Jesús Miranda de Larra, nieto cuarto del escritor, que aportó datos sobre la vida y las costumbres de la época en la que vivió su antepasado, así como los hábitos que tenía el escritor.
Sin duda, nos encontramos ante un personaje algo peculiar. Sus principales desquites fueron sentimentales, algo alejado de la imagen de un hombre culto y noble de carácter que defendía valores más fuertes que el amor. Una persona que se propuso mil y una cosas y sólo acertó en una, como él dijo: "en cada artículo entierro una esperanza o una ilusión".
Crítico, escritor y periodista español del siglo XIX, Mariano José de Larra y Sánchez de Castro, como fue bautizado, nació en la capital en 1809, estando Madrid bajo poder francés tras el levantamiento del 2 de mayo de 1808. Larra, hijo de un médico afrancesado al servicio del ejército napoleónico, tuvo que abandonar el país en 1813, finalizada la Guerra de la Independencia junto a su familia, instalándose en Burdeos y París.
Este exilio duró apenas cinco años, ya que en 1818, gracias a la amnistía decretada por Fernando VII, pudieron regresar varios afrancesados, entre ellos la familia de Larra.
De vuelta a España, Larra vivió en diversas ciudades como Valencia o Valladolid, debido al oficio de su padre, que quería que siguiera sus pasos. Para complacerle, inicia los estudios de Medicina en Valencia y, posteriormente, de Derecho en Valladolid, abandonando al final ambas carreras. Comprueba que esas experiencias no le aportaban nada; necesita algo más acorde a sus gustos con lo que sentirse realizado.
Una vocación secreta empieza a despertarse en su interior con una fuerza imponente. Mariano José quiere ser periodista. En 1829 se casó con Josefa Wetoret, con la que tuvo un matrimonio histérico, de poco amor y menor lleno emocional, y de la que se separó en 1834 tras tener con ella tres hijos: Luís Mariano, Adela y Baldomera. Sin duda, el mayor error sentimental del escritor, aunque no fue el primero que tuvo.
En 1830, pocos años antes de terminar la Década Ominosa, reinando aún el Deseado, Mariano José de Larra, con apenas veinte años, empieza a ser conocido en el mundillo del periodismo. Se inicia como periodista escribiendo artículos en El duende satírico del día, bajo el sobrenombre de el Duende –uno de los tantos que usará– donde se empieza a vislumbrar el genio que Larra poseía.
Más tarde, con sus artículos de costumbre empieza a criticar la sociedad en El Pobrecito Hablador, viendo necesaria la reforma para salir del bache en el que España estaba atascada.
Cuando el periódico cesó, colaboró con La Revista Española, donde usó su seudónimo más famoso, Fígaro, y donde además escribiría alguno de sus artículos más conocidos, como El castellano viejo o En este país. En 1834 publicará su novela histórica El doncel de don Enrique el Doliente, basado en la vida de Macías, trovador del siglo XV; la única novela que realizó.
Viajó a Francia e Inglaterra, donde se codeó con afamados escritores del romanticismo de la talla de Víctor Hugo o Alexandre Dumas, entre otros. Romántico e idealista, se preocupó por la situación político y social que vivía España en su momento, cuyo retraso moral y cultural era vergonzoso.

Larra vivió sus últimos años de vida con un carácter pesimista que, sumado a su visión del estado del país y a su breve proceso de ser diputado por Ávila, diluido tras la sargentada del motín de la Granja, se vio incrementado por el desquite amoroso sufrido con Dolores Armijo que terminaría, nunca mejor dicho, por llevarle a la tumba.
El sufrimiento y el malestar que Larra padecía se pudieron ver reflejados en los últimos artículos que publicó, sobre todo en El día de difuntos de 1836, siendo el final de dicho artículo una nota de suicidio anticipado, relatando su pesar: "¡Santo cielo! También otro cementerio. Mi corazón no es más que otro sepulcro. ¿Qué dice? Leamos. ¿Quién ha muerto en él? ¡Espantoso letrero! «¡Aquí yace la esperanza!». ¡Silencio, silencio!".
Mariano José de Larra tuvo un idílico final en el invierno madrileño de 1837, dentro del más puro estilo romántico. Aquel frío lunes 13 de febrero, en su domicilio de la calle de Santa Clara, esquina con Amnistía, cercano a la actual Plaza de Oriente, Larra mantuvo una última conversación con Dolores Armijo, que venía acompañada de su cuñada, en busca de unas cartas personales que le podían comprometer. Intentó esa oportunidad para solucionar sus problemas sentimentales con ella. Nada de nada. Dolores lo tiene claro, marchará a Manila en los próximos días para encontrarse con su marido.
Se puede pensar que la decisión del suicidio lo tomó en caliente, sin embargo, echando una vista al pasado, en sus últimos artículos dejaba las piezas que esa tarde conjuntaron el puzzle.
Momento de tensión después de despedirse de su amada. Las dos mujeres bajan por las escaleras para enfilar las calles en dirección al domicilio de Dolores.
Larra ve pasar el tiempo lentamente.

Cada segundo es eterno. ¿Qué fue lo último que se le pasó por la mente antes de elegir el destino fatal? Decidido, fue a buscar el arma. No tambalea. Anda firme a la muerte y pone fin a su vida de forma tajante apretando el gatillo de su pistola frente a un espejo. La bala penetró entre la oreja y la sien derecha, salió por encima de su sien izquierda, atravesó una puerta vidriera y se instaló en la pared. Tenía veintisiete años. Las calles están oscuras. Momentos antes de que apriete el gatillo, Dolores y su cuñada ya han salido del portal. Hace frío en la capital. Oyen un sonido desgarrador, indudablemente el de un arma que impacta en algo. ¿Qué ocurrió con Dolores? ¿Acaso se detuvo un instante en la calle de Santa Clara a preguntarse por las razones de ese disparo? ¿Siguió andando normal o aceleró el paso temerosa de posibles miradas? ¿Precipitó su viaje a Manila para huir de las murmuraciones de un Madrid donde su amante era una figura conocida? ¿Jugó el azar algún papel en el desenlace de toda esta historia?
Adela, su hija pequeña de seis años, al ir a darle las buenas noches a su padre, es quien encuentra su cuerpo inerte. La inocencia de esta edad le hace exclamar: "Papá se ha caído de la silla".
Fuera como fuera, esta historia acaba mal para ambas partes. Dolores Armijo moriría en el barco que la llevaba a Manila, en un naufragio a la altura del cabo de Buena Esperanza (Sudáfrica).
Su carácter lo hizo poco agradable; se imponía sólo por su talento. El escritor Mesonero Romanos, quien fuera amigo suyo y testigo de sus pesares en los últimos días, habla de su innata mordacidad, que tan pocas simpatías le acarreaba; y Ferrer del Río, de su "índole viciosa, su obstinado escepticismo, su instinto aciago, su condición áspera y exigente".
El funeral de Larra fue multitudinario, y su persona fue homenajeada en los versos de un joven y desconocido José Zorrilla, quien empezó aquel día triste para las letras españolas a engendrar su reconocimiento en la literatura patria.
Larra se convirtió, sin quererlo, en uno de los mayores exponentes del romanticismo español, siendo elogiado más de medio siglo después de su muerte por la flamante Generación del 98.

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